Los arrendamientos de temporada en fraude de ley: una práctica peligrosa.

En el ámbito de los arrendamientos se ha consolidado una práctica que puede ser calificable de fraudulenta y ocasionar importantes perjuicios, especialmente para el arrendador, el cual, por si o a través de una inmobiliaria, suele ser el instigador de la misma. Dicha práctica consiste en  definir un contrato de arrendamiento como «de temporada», cuando realmente lo que regula el contrato es un arrendamiento de  vivienda habitual. Y todo ello con el fin de evitar la aplicación de la normativa vigente, que otorga mayor protección a la parte arrendataria en los casos de vivienda habitual.

Para comprender mejor este fenómeno, hemos de exponer primero cómo funciona la Ley 29/1994, de 24 de noviembre, de Arrendamientos Urbanos (en adelante, LAU), norma básica reguladora de los arrendamientos en nuestro país.   La citada LAU, en su redacción actual, establece dos regímenes distintos: uno, para el caso de que se trate de un arrendamiento de vivienda, y otro, para el caso  de que se trate de un arrendamiento para uso distinto del de vivienda. Por lo tanto, lo primero que hemos de conocer es cuándo estamos ante uno u otro, para lo cual es esencial determinar qué se entiende por «arrendamiento de vivienda«. Así, aquellos otros arrendamientos que no encajen en tal definición irán, por exclusión, al segundo régimen.

En este sentido, la Exposición de Motivos de la LAU dispone que los arrendamientos de vivienda son aquellos  «dedicados a satisfacer la necesidad de vivienda permanente del arrendatario, su cónyuge o sus hijos dependientes».  Aquellos otros que no sirvan a tal finalidad deberán ser catalogados como arrendamientos de uso distinto del de vivienda.  Y más concretamente, dentro de este concepto la LAU incluye en su artículo 3.2 los siguientes arrendamientos: los de temporada y los celebrados para ejercer en la finca una actividad industrial, comercial, artesanal, profesional, recreativa, asistencial, cultural o docente.

Así, podemos observar que el arrendamiento por temporada está expresamente catalogado como «de uso distinto del de vivienda» y, por ende, se parte de la idea de que la finca objeto del contrato no va a satisfacer las necesidades de vivienda permanente del arrendatario.

Aclarado esto, cabe preguntarse por qué es tan importante esta distinción. Pues bien, lo cierto es que la LAU establece una serie de limitaciones a la libertad de pactos entre las partes y ello con el fin de blindar la posición del arrendatario de vivienda habitual. En particular, la norma en su redacción actual dispone que todos los arrendamientos están sometidos de manera imperativa, esto es, obligatoria, a los Títulos I (que regula el ámbito de aplicación de la norma y los arrendamientos excluidos de ésta) y IV (regulador de la fianza). A partir de aquí el régimen aplicable cambia dependiendo del tipo de contrato, a saber:

i.- Los arrendamientos de vivienda

Establece el artículo 4.2 LAU que estos arrendamientos se regirán por los pactos, cláusulas y condiciones que establezcan las partes.  No obstante, a su vez, dispone que dichos pactos se adoptarán «en el marco de lo establecido en el Título II de la presente Ley». De esta manera, aunque la norma no es en absoluto clara, lo cierto es que está declarando que los pactos y cláusulas del contrato deben respetar lo dispuesto en los veintitrés artículos que conforman el Título II (del 6 al 28), salvo que el propio precepto autorice otra cosa.

Y hay que ser cuidadosos porque el artículo 6 «castiga» con la nulidad de todas aquellas cláusulas que  modifiquen en perjuicio del arrendatario o subarrendatario las normas del Título II, salvo los casos en que la propia norma expresamente lo autoriza.

Ahora bien, quedan fuera los arrendamientos de vivienda cuando la misma sea superior a 300 metros cuadrados o en los que la renta inicial anual exceda de 5,5 veces el salario mínimo interprofesional en cómputo anual, siempre que se arriende toda la vivienda. En estos casos, las partes sí tendrán plena libertad de pactos y supletoriamente podrán acudir a lo dispuesto en el Título II y en el Código Civil.

De todo lo expuesto, se deduce que el hecho de estar ante un arrendamiento de vivienda obliga a las partes (y especialmente al arrendador) a cumplir una serie de reglas básicas que no podrán ser modificadas en perjuicio del arrendatario. Por ejemplo, deberá respetarse la duración mínima del contrato y las prórrogas legalmente establecidas; su derecho a desistimiento, el régimen de reparto de gastos, las obras de reparación y conservación, el importe de la fianza, etc.

ii.- Los arrendamientos de uso distinto del de vivienda

En este tipo de arrendamientos (en el que se incluye el de temporada) las partes podrán pactar el clausulado que deseen estando sujetos única y exclusivamente a los Títulos I y IV.  Por lo tanto, existe plena autonomía de la voluntad.

Llegados a este punto, y como se podrá intuir, la simulación de los contratos de temporada tiene una explicación clara: el arrendador quiere fortalecer su posición evitando la aplicación de todas aquellas normas que benefician o protegen al arrendatario.  Más concretamente, la motivación que suele guiar a los arrendadores es doble: por un lado, la de excluir lo previsto en el artículo 9 LAU relativo a la duración mínima de los contratos de arrendamiento de vivienda y sus prórrogas forzosas y, por otro, lograr que se abone una fianza superior ya que para los arrendamientos de uso distinto del de vivienda el artículo 36.1 dispone que la misma será de dos mensualidades de renta.

Efectivamente, el artículo 9 LAU recoge que los contratos de arrendamiento de vivienda deberán tener una duración mínima de cinco años (si el arrendador es persona física) o de siete años (si es persona jurídica). En el caso de que se pacte una duración inferior, el contrato se prorroga obligatoriamente por plazos anuales hasta alcanzar ese mínimo, salvo que el arrendatario manifieste al arrendador con una antelación de 30 días a la fecha de terminación del contrato su voluntad de no renovarlo.

Puede observarse que la ley otorga todo el poder al arrendatario para que decida si desea o no renovar el contrato mientras se alcanzan los plazos de duración mínima y precisamente esto es lo que muchos arrendadores tratan de evitar con la simulación del contrato por temporada pues como hemos visto éstos no están sujetos a tales obligaciones.  

Y es por ello por lo que, en la práctica, es bastante frecuente que se utilice esta modalidad cuando realmente no se debería, puesto que si la causa que motiva la celebración del contrato es la de satisfacer las necesidades de vivienda permanente del arrendatario entonces estamos ante un contrato al que se le debe aplicar el Título II. Y ello por mucho que las partes (e incluso determinados profesionales) se empecinen en utilizar la modalidad de contrato por temporada calificándolo así en el título e incluyendo determinadas cláusulas o expresiones que pretenden dar dicha apariencia.

No debemos olvidar uno de los principios más repetidos en nuestra jurisprudencia, el «principio de irrelevancia del nomen iuiris» o «principio de primacía de la realidad» consistente en que «las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son«.

 ¿Y qué dice nuestra jurisprudencia sobre esta casuística? La cuestión ha sido resuelta en multitud de sentencias dictadas por Audiencias Provinciales siguiendo la línea establecida por nuestro Tribunal Supremo en virtud de la cual la causa del contrato es el eje fundamental para determinar si estamos o no ante un arrendamiento por temporada pues es nota esencial del mismo convenir  «el uso y disfrute de una vivienda durante un plazo concertado en atención, no a la necesidad permanente que el arrendatario tenga de ocupar aquella para que le sirva de residencia habitual familiar, sino para habitar transitoriamente o en épocas determinadas». Concretamente el Tribunal Supremo (entre otras, en Sentencia de 19 de febrero de 1982 que si bien se refería a la anterior LAU sigue siendo de aplicación) ha definido los contratos de temporada como aquellos en los que se “cede el uso y disfrute, mediante el pago de la renta correspondiente, de una vivienda o local de negocio durante un plazo concertado en atención, no a la necesidad permanente que el arrendatario tenga de ocupar aquélla para que le sirva de habitual residencia familiar o un local donde establecer con carácter permanente de un negocio o industria, sino para desarrollar de una manera accidental y en épocas determinadas, estas actividades negociales o para habitar transitoriamente y por razones diversas, debiendo entenderse este requisito de «temporalidad» de un modo amplio y flexible cuando claramente se infiera que el uso y ocupación de que el inmueble es objeto responda a exigencias circunstanciales, esporádicas o accidentales determinantes del contrato y elevadas expresamente a la condición de causa por las partes”

Insiste el Tribunal Supremo en que el requisito de la temporalidad no guarda relación con el plazo de duración del contrato (es decir, es indiferente que el mismo se pacte por tres, seis, nueve u once meses) sino con la finalidad a que va encaminado el arrendamiento determinante de la ocupación.

Entran igualmente en juego las reglas de interpretación de los contratos contenidas en los artículos 1.281 y siguientes del Código Civil y que obligan a averiguar la verdadera intención de las partes contratantes. Así también lo ha establecido el Tribunal Supremo (entre otras, en Sentencia de 5 de junio de 1963) afirmando que “la interpretación literal del contrato no puede impedir su justa y lógica interpretación, que no pude desproteger a la parte más débil, a la que se encamina el amparo normativo.”

Todo lo expuesto puede llevar en la práctica a que si llega la fecha estipulada de finalización del contrato y el arrendador pretende recuperar la finca, el arrendatario lo demande o alegue que realmente el contrato debe ser calificado de arrendamiento de vivienda,  procediendo en este caso la aplicación de la duración mínima y las prórrogas forzosas correspondientes.

Por tanto, conviene ser especialmente cuidadosos con la modalidad contractual que se utiliza, con las cláusulas que se introducen, y el modo en que éstas se redactan. Por todo ello resulta recomendable contar con la ayuda de un abogado experto, tarea que no creemos que deba ser reemplazada, en su caso, por la labor del intermediario inmobiliario, cuyo interés es susceptible que se incline más por la celebración del contrato, que por el contrato en si mismo.

Raquel Pérez (raquelperez@civilfour.com)


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